Capítulo 45

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PASADO 42

Diego no puede manejar, así que pasa por mí en un taxi.

Hizo el esfuerzo de bajarse del vehículo a esperar mientras desciendo las escaleras del complejo de apartamentos donde vivo. Incluso a la distancia, y con el yeso, se ve fuera de este mundo. Lleva una camisa blanca de botones y los mismos jeans negros del otro día. Esta vez no lleva la gorra y el cabello un poco más largo en el tope de su cabeza ondea con la brisa caliente de la tarde veraniega.

Tuve que comprar varias revistas de modas para agarrar ideas sobre como arreglarme. Terminé comprando un vestido negro sencillo que acentúa mis mejores atributos. Es ceñido al cuerpo y no hay duda de que hace que mi trasero se vea enorme y mi cintura pequeña.

Mi cabello lo llevo suelto y me ayuda a no sentirme tan consciente de que llevo los hombros al descubierto, o de que el escote es más llamativo de lo que acostumbro. Pasé horas frente al espejo maquillándome hasta que quedé satisfecha, con sombra ahumada en los párpados y labios ligeramente más oscuros que su color natural.

Los ojos de Diego no se despegan de mí. Me agarro firmemente de la baranda de las escaleras para no tropezar. Sería fácil, porque solo lo puedo mirar a él. Menos mal que decidí usar sandalias tipo gladiador en vez de los tacones que tenía en mente. Sino ya estaría dando show rodando por el suelo.

Cuando llego frente a él, Diego suelta las muletas y extiende los brazos. No le importa que una de ellas se ha caído, con tal de que le dé el abrazo que pide.

Una vocecita en mi mente me dice que si dejo que esos brazos me rodeen, nunca más me voy a querer salir de allí.

La mando a mamar. Eso es precisamente lo que quiero.

Levanto mis brazos para enredarlos alrededor de su cuello. Diego cierra los suyos alrededor de mi torso y se enarca hacia el frente, fundiendo su cara entre mi cabello y mi hombro. Lo siento inhalar mi perfume, cosa que me da gracia porque yo estaba haciendo justo eso mismo. Todavía usa sándalo mezclado con una especie que solo le pertenece a su piel.

Su corazón late fuertemente contra mi pecho. A pesar de estar apoyado solo sobre una pierna, me levanta levemente en el aire hasta que no hay ni una molécula de aire entre nuestros cuerpos.

«Estoy en casa».

El conductor del taxi toca el claxon suavemente. Diego se separa de mí con una sonrisa pícara.

—Qué lástima, estaba muy cómodo.

Bufo.

—Vámonos, que tengo hambre. —Pero no solo de comida, aunque no puedo admitirlo en voz alta.

En el trayecto hacia el restaurante no decimos ni una sola palabra. Eso sí, su mano consigue la mía en la oscuridad y enlazo mis dedos con los suyos. Como si no fuera novedad.

He visto muchos pacientes que se ponen gruñones cuando se les ayuda con las muletas o al abrir puertas, y el Diego de la adolescencia hubiera reaccionado así. Pero no este Diego. Este me mira como si yo hubiera descendido del cielo para estar solo en su presencia.

Solo se asoma un poco del dolor que debe sentir cuando se sienta en la silla del restaurante.

—¿Estás bien?

—Sí, gracias.

Posiciono las muletas contra la mesa para que no se caigan y me siento en la silla opuesta a él.

—Ya sabes, nada de alcohol esta noche. Todavía estás tomando antibióticos.

—Como usted diga, Doctora. —El brillo en sus ojos me indica que con esa última palabra su mente se está metiendo en territorios no aptos para todo público.

Cuando éramos felices y no lo sabíamos (Nostalgia #1)Where stories live. Discover now