Capítulo 37

1.6K 254 44
                                    

PRESENTE 9

Obviamente no le cuento los pelos y señales a Martina y Matías. Esa parte la resumí algo así como «nos dimos un besito nada más y ya».

Excepto que no fue un besito. Fueron como tres buenos jamones, como decimos en Maracaibo. Si no hubiera sido porque mi papá se puso a gritar mi nombre a todo pulmón, quién sabe que más hubiera pasado en ese rincón oscuro y solitario.

Pero eso es precisamente parte de lo que me hace explotar como un volcán al acordarme de todo esto. Que todos esos besos nos los pudimos haber dado si Diego no se hubiera portado como un mismo imbécil en esos últimos meses. ¿Y qué si ya nunca más nos íbamos a ver? Él me gustaba, yo le gustaba, al menos pudimos haber disfrutado eso por un rato, ¿no?

—Conclusión —explico a mis hijos que van en el asiento trasero de mi camioneta—, los hombres son unos idiotas.

Observo por el retrovisor como la carita de Matías se arruga con fastidio.

—Yo no soy un idiota —espeta con sorprendente vehemencia.

—Claro que no, porque si te empiezas a portar mal te voy a dar con una chancleta hasta que se te salga lo idiota del cuerpo.

—¿Qué? —Su boca se abre y forma una O perfecta—. ¡Esto es abuso! Te puedo reportar a Child Protective Services, ¿sabes?

¿De dónde saca estos argumentos que lo hacen sonar como un abogado de setenta años de edad? O le quitamos acceso al internet o lo encaminamos a una carrera de Derecho. Tendré que hablar con su padre al respecto.

Relax, little bro. —Martina ríe entre dientes—. Si mami te pega sería con sus Crocs, y esos no duelen tanto.

Es verdad, son mucho más acolchados que las chancletas que usaban mis papás cuando yo era pequeña.

—El punto es —continúo diciendo—, que los dos bobos estos estaban disque enamoraditos de mí por celos de que el uno o el otro se hicieran con el trofeo primero. Y yo como la misma tonta caí en el jueguito y me quedé sin el chingo y sin el sin nariz.

Freno el carro en una luz roja y hago todo lo posible para no encogerme como una pasa. De solo recordarlo me carcome la vergüenza. Puedo echarle toda la paja que quiera a Luis Miguel y Diego, pero yo también actué con una inmadurez sin precedentes. Al final de cuentas tenía dieciséis años. ¿Yo que iba a saber de cosas del corazón?

Lo que si aprendí de todo eso es a cómo puede doler cuando uno pierde el juego del amor.

—Pero no puede ser así —refuta Martina para mi sorpresa—. El hecho de que te casaste con uno de ellos significa que él sí te quería de verdad.

Coño, que inteligentes son mis hijos. Y yo aquí, retorciéndome la cabeza para intentar ocultarles los detalles que les hagan saber cuál de los dos es su padre.

Me ha dado más trabajo que leerme un tomo de ochocientas páginas con nuevos procedimientos quirúrgicos, pero también ha sido mucho más divertido. Si no fuera por este incesante malestar que tengo, este sería el mejor fin de semana de mi vida.

—Mami —comenta Matías con su voz de gruñón—. Eres una narradora no confiable.

—Recuérdame, ¿qué edad es que tienes, mijo?

Rodamos por una cuadra más hasta que estaciono la camioneta a la entrada de la casa de Dayana. Vivimos tan cerca que normalmente nos trasladamos a pie de la una a la otra, pero de aquí me voy al hospital y por eso venimos manejando.

Dayana camina como un patito, balanceando su centro de gravedad con cada paso. La razón es la redonda barriga que la precede. Está ya avanzada en el tercer trimestre de embarazo de su segundo bebé. Detrás de ella corretea el primero, Samuel.

Mis hijos no salen de la camioneta como gente civilizada. Prácticamente explotan como una masa de piernas y brazos y se lanzan sobre su primito.

Mientras tanto, Dayana se recuesta contra la puerta del pasajero y toca la ventana. Presiono el botón para bajarla.

—Te veis como un balón a punto de reventar.

—Gracias, coña 'e madre. Ni que vos te hubierais visto mejor cuando estabas preñada.

No puedo evitar carcajearme.

—¿Ahora sí me vais a contestar la pregunta? —Dayana entrecierra los ojos.

—¿Cuál de tantas?

El comentario es válido. Cuando le escribí esta mañana para saber si me podía cuidar a los niños por un par de horas, enseguida dijo que sí. Seguido de: «¿Por qué? ¿Pa' dónde vais? ¿Por qué no los lleváis? ¿Por qué no me lleváis a mí?».

—Hmm. —Dayana se golpetea el mentón con un dedo—. Supongo que la primera es la más importante.

Estiro el cuello para cachar a los chamos. Van entrando a la casa en tropel, demasiado lejos como para que me oigan. Suspiro y vuelvo a mirar a mi prima, quién es mi mejor amiga y prácticamente mi hermana.

—Voy al hospital, pero no por trabajo. —Hago una pausa para reunir mi valor y decir—: Creo que algo anda mal y voy a que me chequeen.

Los ojos de Dayana se abren como dos huevos fritos.

—¿Qué creéis que tenéis?

—Ese es el problema —explico y arrugo la nariz—. Mil opciones pasan por mi cabeza sobre qué pudiera ser, pero llevo demasiados años en traumatología como pa' que alguna haga sentido. Por eso voy a ver qué exámenes me convienen.

Lo más natural será empezar por un examen de sangre mientras le cuento a uno de los médicos generales todo lo que siento. De ahí ya me dirán si toca resonancia magnética o qué más.

Mucha gente cree que los profesionales de la salud somos robots fríos y calculadores. Lo que no saben es que tenemos que subyugar nuestros sentimientos para no perder la cabeza ante cada crisis que el trabajo nos presenta. En estos momentos mis conocimientos de medicina no se han evaporado, y combinado con el hecho de que ahora seré la paciente, tengo dificultad extra para aparentar que todo va a salir bien. Porque sé todo lo que puede no salir bien.

Sin decir nada de esto en voz alta, mi prima igual lee mi mente. Mete una mano en el carro para agarrar la mía y apretarla fuertemente.

—Te voy a pedir algo —susurra con voz ahogada—. Si de verdad tenéis algo, no me lo vais a ocultar solo porque estoy embarazada. Me tenéis que decir primero que a nadie.

—En teoría le debería decir primero a mi marido. Vos sabéis, el padre de mis hijos. El que se pudiera quedar viudo.

—¡Ni Dios lo quiera!

Las dos nos persinamos.

—Está bien, te digo a vos primero y después a él.

—Bueno, que Dios y la Virgen te guarden, Bárbara.

—Amén.

Después de que nos despedimos, me enrumbo al hospital donde trabajo. Voy todo el camino rezando por más tiempo con mi familia. Es lo único que quiero.

 Es lo único que quiero

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

NOTA DE LA AUTORA:

Ay. Resulta que el drama no había quedado solo en el pasado 🫢

Cuando éramos felices y no lo sabíamos (Nostalgia #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora