Capítulo 27

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PASADO 26

A veces Diego incita una emoción muy fuerte dentro de mí. Normalmente arrechera, y hoy no es la excepción.

Llevo una caja enorme llena de corotos desde una esquina del colegio a la otra, cuando me topo con él. Diego está acostado en nuestra banca, con una pierna guindando de la esquina y la otra doblada con su pie sobre el asiento. Uno de sus brazos lo tiene bajo la cabeza como almohada. Su otra mano reposa sobre su pecho. La gorra de béisbol del equipo del colegio cubre toda su cara del sol inclemente de las nueve de la mañana. Y por cómo sube y baja su pecho juzgo que está totalmente jeteado.

Lo mato.

Dejo caer la caja sobre el suelo sin ceremonia. Diego está tan ido que continúa roncando suavemente. Finalmente le doy una patada a la pata de la banca.

Su gorra cae al suelo del respingo que da. Se sienta de golpe, mirando a todos lados como esperando una fiera salvaje. Cruzo mis brazos y le doy una mirada de pocos amigos.

—¿Me quieres matar, o qué? —exclama.

—No, solo quiero que cooperes como todos los demás.

Diego pasa sus manos por sus rizos y los templa levemente. No sé por qué, el gesto me hace preguntarme cómo se sentirá su cabello entre mis dedos.

Recojo su gorra y la pongo sobre su cabeza con fuerza.

—Vamos.

Diego gruñe pero se levanta de la banca y me sigue.

—¿A dónde? ¿Y me puedo echar otra siesta ahí?

—No. Es más, tenéis suerte de que la que te consiguió durmiendo fui yo y no un profesor o una de las monjas. Te hubieran castigado.

—¿Y esto no es un castigo?

Me freno de golpe. Empujo la caja contra su pecho y sus reflejos reaccionan a atajarla antes de que caiga al suelo.

Mientras él me pone cara asesina yo sonrío.

—No lo era, pero ahora sí.

No pasan ni dos minutos mientras nos enrumbamos a destino cuando Diego se vuelve a quejar.

—¿Nadie te ha dicho que eres insoportable?

—Sí, muchas veces. —Pauso para esbozarle una expresión plácida y dulce—. Pero con la bola que les he parado se pueden hacer un collar.

Una esquina de sus labios tiembla pero Diego los aprieta con fuerza.

La única razón por la que mi corazón late a doscientos por hora es porque ese es el ritmo al que vamos. Nada más.

Llegamos a un salón de séptimo grado, donde los estudiantes están haciendo el último ensayo para la obra de teatro que van a montar después del recreo. A alguien de la case se le olvidó traer los accesorios que necesitaban, pero una profesora de primaria me dijo que en su salón tenía todos estos cachivaches que quizás podían servir.

—¡Diez mil gracias! —grita una de las chamas lanzándose sobre la caja que carga Diego. Es tal su desesperación que ni se da cuenta de que está ante la presencia del carajo más espectacular del colegio.

Sin más, el susodicho vuelve su atención hacia mí.

—¿Ya me puedo ir a dormir?

Lo observo con atención exagerada de abajo a arriba. Desde sus gomas blancas un poco gastadas por el uso, sus jeans azules que no esconden los músculos de sus muslos, la chemise de educación física que hace rato se le salió del pantalón. Me detengo en sus brazos. Diego mete sus manos en sus bolsillos y con el movimiento los músculos de sus brazos se tensan y destensan de una manera que elocuentemente habla de lo fuerte que es.

Cuando éramos felices y no lo sabíamos (Nostalgia #1)Where stories live. Discover now