Capítulo 34

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PASADO 33

El fin de semana alquilamos varias lanchas deportivas y hacemos gira por los Cayos de Chichiriviche. El que más me ha gustado es Los Juanes, que no tiene costa de playa sino bancos de arena blanquísima. Uno se baja directo de las lanchas al agua turquesa cristalina y hasta puede ver a los pececitos.

Bueno, yo no. Porque tengo que pasar toda la aventura playera sin lentes ni de contacto ni de sol puesto a que ambos molestan. Y aparte es más beber ron, cantar y bailar lo que hago en vez de explorar la naturaleza.

Al segundo día alquilamos lanchitas otra vez y al son de Chequeteche hacemos otro tour de los cayos más cercanos a la costa, y decidimos pasar la mayor parte del día en Cayo Sombrero. Una brisa suave y cálida arrastra olas serenas hacia la arena fina y siendo la primera vez que tenemos un semblante de calma durante el viaje, hay unos cuantos que están dormidos bajo el sol. Otros, aún energéticos, están montados de la banana mar adentro. Otros comen chucherías que trajimos.

Tomás está sentado debajo de un cocotero. Se ha bronceado un poco, excepto que su versión de broncearse es ponerse rojo. Sus mejillas y nariz están tan rojas como cuando se avergüenza. Al menos sé que se está poniendo del bloqueador que traje, así que no se debe estar lesionando la piel. Ya quisiera untarle una cremita de sábila con mis propias manos.

Agarro un billete de mi morral y me levanto de mi toalla. Sus ojos me siguen todo el camino hasta que me planto frente a él.

—Acompáñame a comprar un helado de coco.

Se apunta hacia sí mismo y mira alrededor. Yo hago lo mismo y noto que Erika nos observa. De golpe se me viene a la mente la vez que le dije a Tomás con una gallardía fingida que no iba a dejar que ella controlara mi vida. Aquella vez mentí. La posibilidad de que Erika o Andrea reaccionen irracionalmente ante el hecho de que Tomás y yo somos novios me ha acobardado por más de un año. Ya no más.

—Sí, ven —recalco.

Tomás se incorpora a sus pies y espolvorea arena de sus chores verdes. Me mira con ceño fruncido, totalmente confundido.

Llevo una gorra verde como el color favorito de Tomás. Nos alejamos de la sombra y él entrecierra los ojos ante la potencia del sol. Me la quito y la pongo sobre su cabeza con la visera hacia adelante.

—No, póntela tú. —Hace ademán a quitársela y le doy un manotazo.

—Que te la dejéis puesta, que ya parecéis camarón.

Que suerte tiene que sus chores tienen bolsillos y puede esconder sus manos ahí. Yo no tengo cómo hacer lo mismo con mi traje de baño enterizo azul, y mis manos me pican de las ganas de tocarlo.

—Hubieras agarrado a Javi —murmura a medida que caminamos en la arena entre cachivaches de gente desconocida a lo largo de la costa.

—No, con él no tengo que hablar.

—Ah, con que es para eso. —Sus hombros se tensan.

—¿Qué estabais pensando, pervertido? —bromeo y lo codeo.

—He sido descubierto —regresa con entusiasmo fingido.

Conseguimos a un vendedor de helados en medio de un grupo mullido y mientras esperamos turno agarro el brazo de Tomás y lo pongo sobre mis hombros. Él desliza su mano hacia mi brazo y así nos quedamos durante toda la transacción.

Armados de dos helados de coco, nos sentamos a la orilla del mar con los pies en el agua. No hay nada más perfecto que esto, incluso a pesar de los niñitos que están chillando a unos metros porque consiguieron una estrella de mar. E incluso a pesar de la música horrible que resuena desde una lancha en el muelle.

Con la maleta llena de sueños (Nostalgia #2)Where stories live. Discover now