Capítulo 2

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PASADO 1

10:35am

El horario de clases de este semestre es una cosa brutal. Unos días tengo clase solo en la tarde, otros solo en las mañanas, otro día solo una clase en todo el día, otro día tengo clases regadas todo el día con tantas horas de por medio que no me queda más remedio que pasar todo el día en la Facultad.

Hoy tengo suerte. La única clase es a las nueve de la mañana y el profesor la dicta con tanta prisa que nos libera antes de la hora. No conforme con eso, consigo un carro por puestico que no va repleto de gente y llego a mi residencia en tiempo récord. A la entrada consigo a la señora que vende los periódicos del día ya recogiendo para irse.

—Hola otra vez —la saludo con una sonrisa. Esta mañana cuando salí nos habíamos visto.

Me hace un gesto de que me acerque.

—Toma. —Me pone un periódico en la mano.

—Ah, un momento, a ver si tengo sencillo. —Con la mano libre rebusco en el bolsillo de mi morral en búsqueda de algo de efectivo que me quedara después de los pasajes.

—No, mija. Es un regalo.

—Pero...

—Hoy ya no puedo vender más y como siempre sois tan amable te voy a dar esa ñapa. Pero no le vais a decir a nadie. —Pone un dedo contra su mentón.

—Esta conversación nunca ha ocurrido —bromeo y nos despedimos.

Mientras atravieso las áreas comunes, me debato si darme la vuelta para ir a comprar un ticket de la lotería porque este día se siente algo especial. Pero mientras las probabilidades de ganar la lotería son muy bajas, las de que me eche una siesta son mucho más altas y apuesto por esta última.

Ya en el lobby, presiono el botón del ascensor y echo un vistazo a los artículos de la primera plana del periódico. Dimes y diretes políticos, crímenes por aquí y por allá, resultados de un partido de beisbol. Lo de siempre. Las puertas del ascensor se abren y entro con un solo paso. Presiono el botón hacia mi piso y justo antes de que las puertas se cierren, alguien atraviesa el pie en medio.

—Coño de la...

Reconozco la voz. Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no arrugar la cara.

Con el pie, mi vecino Salomón Rodríguez forcejea con las puertas hasta abrirlas y colarse dentro del ascensor. Sus cejas se levantan al darse cuenta de que no está solo.

—Buenos días, catira. —Esboza una sonrisa de esas que se pueden usar para generar electricidad.

—Eran buenos —respondo y presiono también el botón de su piso.

—¿Ya venías amargada o eso fue solo al verme? —Pone una bolsa de supermercado sobre el piso para pescar las llaves de su casa de su bolsillo.

—Si supieras que estaba teniendo muy buen día hasta que me llamaste catira.

Se ríe sin hacer mucho ruido.

—No sé por qué te molesta, si al final de cuentas sois catira.

Clavo la mirada en el panel de control del ascensor y me cruzo de brazos.

—Porque estoy fastidiada de tus chistecitos sobre la Catira Regional —espeto, refiriéndome a las campañas publicitarias de cerveza Regional que lucen el cuerpazo casi en pelotas de una modelo profesional—. Si me volvéis a llamar Catira Local te mato.

—No son chistes, son cumplidos.

—¿En qué carajo son cumplidos? —Ahora sí frunzo toda mi cara—. Si yo no me veo para nada como la Catira Regional.

Primero, porque tiendo a salir a la calle vestida. Segundo, porque no soy muy fan de que la gente me ande mirando. Si mi mamá me dejara, me pintaría el pelo de marrón para que dejen de mirarme a donde sea que voy. Y tercero, porque detesto que los hombres me silben y me lancen piropos asquerosos que aún así no llegan ni a la mitad de lo que les he oído decir sobre las bayas publicitarias de la Catira Regional.

Salomón se queda mirándome en silencio, con una expresión más seria de lo común.

—¿Qué?

—Estoy pensado cómo contestar eso sin que me asesines —confirma.

Nuestro ascensor no es como esos elegantes que marcan por cuál piso va uno, y es lento como una tortuga. Así que todavía pueden quedar diez segundos o trescientos años de tortura bajo la mirada del vecino al que menos soporto.

Y esta es una de las razones por las que no lo soporto, porque a veces me mira de una manera que me roba el aire. Como ahora.

—Igual te voy a matar —digo con tono ligero para cortar esta incomodidad—, así que responde mi pregunta con sinceridad.

Ladea sus labios gruesos, fruncidos en puchero. Me distraen por un instante. Son labios que sonríen y echan chistes y que según los rumores, besan como nadie. No lo sé en persona porque Salomón se ha dado el lujo de darse los jamones con media Maracaibo y yo estoy firmemente en la otra mitad.

No pasa ni un segundo pero en caso que crea que estoy pensando precisamente las cosas raras que estoy pensando, sigo bajando mi mirada para que crea que estoy haciendo un simple escaneo. Lleva una franela fucsia ancha y unos jeans sueltos a la moda. De sus manos guindan varias bolsas de supermercado y el peso tiene los músculos de sus antebrazos tensados de una forma que me hace tensarme a mí.

Mejor me lo dejo de bucear.

Cuando levanto la mirada, lo consigo sonriendo con ojos entrecerrados y rompe el silencio.

—Está bien, te voy a contestar con sinceridad. La Catira Regional será la caraja que está más buena de toda la región, pero vos sois la que está más buena de todo el vecindario.

Pestañeo.

Él no se ruboriza ni se encoge. Como si lo que hubiera dicho fuera «buenos días» y no un coqueteo.

No, un momento. No está coqueteando. De verdad se ve como si esta conversación no fuera la gran cosa y mientras tanto a mí me falta el oxígeno. Siento calor explotar en mi pecho y empezar a subir por mi cuello, y dentro de este minúsculo cubo no tengo donde esconderme tiene que ser muy obvio. Le ruego al cielo que me saquen de aquí rápido antes de que pase una pena.

Mis plegarias son escuchadas, aunque ligeramente diferente. Porque en ese mismo instante, el ascensor se sacude y de pronto todo es oscuridad.

 Porque en ese mismo instante, el ascensor se sacude y de pronto todo es oscuridad

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Todo lo que sube tiene que bajar (Nostalgia #2.5)Where stories live. Discover now