Capítulo 2: Quieres gritar, pero tu voz se ha ido.

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SAMANTHA.

Detesto los viernes en la clínica.

No es por nada muy grave, además del hecho de estar internada, claro, es solo que ese día tengo que salir de mi habitación sí o sí.

La clínica tiene habitaciones en un pasillo largo con una sala recreativa muy amplia enfrente. Rodeado de esta clase de casa, hay muchas plantas y naturaleza en la que yo debería de pasar mi día, pero no me gusta en lo absoluto.

En un inicio ni siquiera lograban sacarme para que estuviera en esta habitación recreativa, sin embargo, ahora he accedido a hacerlo un día a la semana solo para complacer a mi madre.

La sala común parece un cuarto para niños. Todas las mesas son redondas con sillas que están pegadas al piso. Hay unos cuantos sillones rodeando el televisor que nunca tiene más que música clásica. Hay un gran mueble con libros de colorear, crayolas y unos cuantos juegos de mesa. La pared del lado izquierdo es un librero repleto de lado a lado.

Claro que no estamos aquí sin vigilancia. Para empezar, no hay puertas, además, hay enfermeros por todo el lugar.

Me siento en mi mecedora de todos los viernes, subiendo las piernas a mi pecho, para ver a los demás.

Yo soy la más joven con veinte años. En realidad, nunca he tenido muy en claro por qué me aceptaron, ya que Pauline, la siguiente persona más joven, tiene cuarenta y uno.

Ella también toma asiento en una mecedora a mi lado, aunque lo hace con un libro en las manos.

—Hoy estoy teniendo un buen día —comenta—. Quizá es porque no tuve pesadillas. ¿No quieres ir al jardín más tarde?

Niego, aunque ella ya parece saber la respuesta.

—De acuerdo. Iré con la enfermera. 

Pauline no habla mucho. Solo me saluda, dice si tiene un mal día o uno bueno y siempre se despide diciendo: ya verás el sol brillar.

Ella está aquí después de que su exesposo matara a sus dos hijos a golpes mientras ella estaba trabajando. Es todo lo que me dijo un día que no paraba de llorar.

Su habitación está a lado de la mía. Aunque nunca escucho sus gritos de las pesadillas que dice tener porque a mí me dan medicina para dormir.

Y yo estoy aquí después de que Jace, mi ahora ex prometido, muriera en un accidente de auto el mismo día que me propuso matrimonio.

Accidente del que yo soy culpable.

Me dedico a ver la imagen del televisor. Mientras la música suena, siempre está el dibujo de una clase de casa de campo. Comienzo a perderme por un momento en aquella casita, imaginando el ser una silla ahí dentro. O una pared. O una puerta. O la misma casa en sí.

Solo espero a que el reloj en la pared marque las dos y veinte para ponerme de pie, escuchando la despedida de Pauline.

Mi habitación es la catorce. Está casi al fondo del pasillo. Por lo que sé, dentro de la clínica hay dos casas, por llamarlas de alguna manera, en cada una hay quince habitaciones. Nos separan según la gravedad. Nunca he entendido si estoy en el lado de los graves o de los más o menos.

Tras cerrar la puerta —que obviamente no tiene llave ni seguro—, me siento en mi cama. 

La habitación tiene solo lo básico: mi cama cubierta con unas sabanas con las que es imposible hacerse daño —ya lo he intentado—, una mini ventana en una pared que da hacia el jardín, un sillón, un escritorio pequeño con su respectiva silla, un reloj sobre la puerta y ya. Nada se puede mover del suelo. Tampoco tengo armario, cada día me entregan mi ropa, que suele ser pijamas o ropa deportiva. 

Sin voz.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora